[?] Llegué, pues, a Barcelona un tanto inquieto. No es fácil explicar la sorpresa que me causó ver reflejada la alegría en todos los semblantes. La transición había sido brusca. Saliendo de las lluvias del Norte, de sus vientos fríos, de sus preocupaciones tristes, de su cielo gris, me hallaba en medio de una multitud en fiesta y bajo un sol radiante. Las Ramblas, el gran paseo que parte en dos la ciudad, eran un hormiguero humano. Bajo el follaje verde de sus árboles, cuya sombra se proyecta sobre las blancas fachadas bordándolas caprichosamente, las gentes iban y venían como si poco antes no hubiesen estado a punto de ser ametralladas o como si no corrieran peligro de serlo poco después... De noche la animación aumentaba. Parecía como si todos los habitantes de la ciudad hubiesen salido de sus casas, invadiendo los teatros, las salas de baile y las calles céntricas. Las barcelonesas, tocadas con mantillas negras, luciendo elegantes corpiños blancos y encarnados, descubiertas y con flores en el pelo, hermosas y simpáticas la mayoría y coquetas todas, paseaban arriba y abajo abanicándose. Parecía aquello el intermedio en un baile al que asistieran quince mil invitados. Esta alegría me preocupaba. ¿No sería el trasunto de la general imprevisión? Los cafés espléndidos, de una magnificencia superior a los de París, estaban atestados de gente elegante, de soldados con armas, de oficiales con vistosos uniformes, hablando en voz baja. En las Ramblas, paseando entre hermosas muchachas con mantilla, se veían curas ventrudos y antipáticos. Y mientras que la multitud se agrupa para contemplar a un hombre que imita las escenas de una corrida de toros, a una andaluza con falda corta que baila un fandango al son de unas castañuelas, la contrarrevolución urde sus maquinaciones en la sombra, para que España amanezca mañana con un rey, de igual modo que amaneció ayer sin la reina. [?]