• AUDIENCIA VA DE CAZA, LA. ANDANZAS DE UN JUEZ DE PUEBLO

    ANDANZAS DE UN JUEZ DE PUEBLO

    ARCO TORRES, MIGUEL ANGEL DEL LA VELETA Ref. 9788490451748 Altres llibres de la col·lecció Altres llibres del mateix autor
    Hay un dicho latino de origen medieval que acude a la memoria leyendo estas experiencias de un juez: «No hay verdadera justicia sin bondad» (Nulla iustitia est vera sine bonitate). ¡La verdadera justicia, casi nada! Algo inalcanzable, y en cualquier caso temerariamente incierto. «No juzguéis y no se...
    Ancho: 205 cm Largo: 135 cm Peso: 600 gr
    Sense estoc
    21,00 €
  • Descripció

    • ISBN : 978-84-9045-174-8
    • Data d'edició : 01/06/2014
    • Any d'edició : 2014
    • Idioma : Español, Castellano
    • Autors : ARCO TORRES, MIGUEL ANGEL DEL
    • Nº de pàgines : 448
    • Coleccion : VELETA
    • Nº de col·lecció : 31
    Hay un dicho latino de origen medieval que acude a la memoria leyendo estas experiencias de un juez: «No hay verdadera justicia sin bondad» (Nulla iustitia est vera sine bonitate). ¡La verdadera justicia, casi nada! Algo inalcanzable, y en cualquier caso temerariamente incierto. «No juzguéis y no seréis juzgados», se dice en los Evangelios, pero ¿qué pasa cuando uno está en esta vida, profesionalmente hablando, para juzgar, cuando se juzga por obligación porque se es juez?
    ¿Se espera de él que sea como una máquina de dispensar sentencias -es tentador el uso aquí del verbo despachar- pulsando las teclas de los códigos legales que corresponden a cada asunto? A tal delito probado, tal castigo, quizá con un tanto por ciento de descuento por los atenuantes que establece la ley; o al revés, con mayor pena por premeditación, nocturnidad, alevosía, etc. Todo previsto y regulado, bien medido, sin posible error ni alternativa.
    Olos jueces no deberían serlo sin bondad, administrando justicia, por así decirlo, después de consultar con su corazón. Sistema tan subjetivo que no permitiría dar sentencias sólidas, con base legal. Entre los dos extremos, la impasibilidad (que en latín significa, ay, ser incapaz de sentir) y la efusión del sentimiento, los jueces parecen condenados por sí mismos a desdoblarse dramáticamente en dos personas antitéticas, tal vez inconciliables.
    Al leer estas páginas de Miguel Ángel del Arco Torres se revive este conflicto interior que no tiene solución. Dura lex, se suele decir, pero hay que atenerse a ella y, en medio de la intrincada selva de casos judiciales que se nos describen, no es posible dejar de sentir compasión por tantas víctimas de la justicia ciega, y quizá no siempre hecha en beneficio de los más débiles. Y es inevitable pensar que cuando uno de éstos va a ser aplastado por la maquinaria de las leyes, ¿por qué no saltárselas a la torera prestando oídos a la conciencia?
    En el capítulo cuarenta y dos de la segunda parte de El Quijote el caballero da unos consejos a Sancho para que sea buen juez en el gobierno de su ínsula; máximas de oro, llenas de bondad y sentido común, como «no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo», o «si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia», término este último que remite etimológicamente a un corazón que se apiada.
    Cervantes, tan humano, que sufrió penas de prisión, por lo que creemos saber a causa de jueces demasiado severos, sugiere que hay que ser bueno, y el príncipe Hamlet viene a decir lo mismo cuando recuerda a Polonio que hay que tratar a los demás mejor de lo que se merecen, ya que si los tratamos según sus méritos, «¿quién se iba a librar de unos azotes?». Estamos hablando de una novela, de una obra de teatro, es decir, ficciones, mentiras, aunque muy significativas, pero en la vida cotidiana es dudoso que pueda hacerse lo mismo. Dudoso y muy difícil.
    En cada página de este libro de Miguel Ángel del Arco Torres se advierte un desgarramiento moral, preguntas que no tienen respuestas claras, siempre el desánimo y la desazón de vivir unas situaciones que casi nunca admiten una salida digna. Aquí Su Señoría (por cierto, un pomposo título, prácticamente nobiliario, para personas puestas en el fiel de la balanza) se despoja de su toga y comparte con nosotros sus dudas, su inquietud, a menudo su dolor ante todo lo que pasa por sus manos. En forma de papeles, aunque en cada uno de ellos hay vidas.
    Es quien tiene que «administrar esta cosa sutilísima, invisible, casi fantástica, que se llama Justicia, y que los hombres aseguran que no existe sobre la tierra», según palabras de Azorín (y hay que ver qué adjetivos tan certeros encuentra el escritor). Como si manejara a golpe de fórmulas legales personas de carne y hueso, y él, con temor y temblor, tuviera que decidir su destino, haciéndose responsable de lo que será de ellos.
    Antes los jueces se veían como un poder oculto y casi inaccesible, proverbialmente se decía de alguien que tenía cara de juez cuando se mostraba adusto y catoniano; parecían como una emanación de la abstracta Justicia; en el cine los veíamos como la última palabra que zanjaba nuestros conflictos, severos, inflexibles, ¿eran de este mundo? Y de ellos se hablaba muy poco, parecían lejanos, impersonales.
    Todo ha cambiado, ahora en la prensa y en la televisión hay muchas noticias de jueces, conocemos su nombre, su semblante, los casos en que se ocupan, si entran o salen de un juzgado les asedian periodistas y fotógrafos, y las cámaras registran su aire esquivo y superior, siempre con prisas, sin rebajarse a contestar a lo que les preguntan. Algunos son verdaderas vedettes, y su nombre es casi tan popular como el del más célebre de los futbolistas.
    La carrera judicial les viene estrecha, no ocultan su ambición, escalan puestos, entran y salen de la vida política, quieren ser por lo menos ministros, si nomás, y no le harían ascos a juzgar desde altísimos sitiales a los hombres más malos del mundo entero. Sus sentencias son controvertidas y más o menos inexplicables, manifiestamente reciben consignas de los que mandan, retrasan años y años los asuntos que conviene retardar, sin dar explicaciones...
    El juez que se confiesa en este libro no es de ésos. Es un hombre que ha visto y padecido muchas cosas, desde la posguerra hasta hoy, de origen modesto y a quien nadie le ha regalado nada; tiene una larga experiencia de inocentes atropellados por la ley, de sinvergüenzas, de casos de abuso y venalidad, de situaciones que no se pueden resolver. También de hombres justos que han hecho lo posible: cumplir con su deber.
    Porque en el laberinto del mundo judicial no faltan las personas buenas, con rectitud de criterio, conscientes, ejemplares. También ellos son la Justicia, aunque a menudo parezcan menos visibles, porque lo monstruoso llama más la atención. Alguien dijo que con los buenos sentimientos se hace la mala literatura, y tal vez se equivocó por el afán de hacer una frase cínica.
    Pero lo cierto es que en la historia de la novela se recuerdan más las caricaturas atroces que las visiones más ponderadas. Seguimos leyendo El primo Pons de Balzac, Casa desolada de Dickens, El proceso de Kafka... Atropellos, injusticia, venalidad, horrores... Miguel Ángel del Arco Torres no es precisamente el primero en denunciar estas lacras, el lado oscuro de la ley, pero si algún lector quiere equilibrar la balanza contando experiencias muy distintas, se le agradecerá la puntualización.
    Como suele decirse, cada cual habla de la feria según le ha ido. Y este juez que ha vivido mucho ¿qué puede hacer? Pues contarlo, con pasión y humildad, sin escándalo, evitando los nombres propios, pero con todos los detalles, para que no quepa la menor duda. Seriamente, porque los temas son serios, pero también con mucho humor, que es la sal de la vida, con un sinfín de pormenores chuscos y disparatados que configuran una magnífica crónica de la vida judicial. A veces con fantasías irónicas, otras descendiendo a descarnadas anécdotas, siempre ameno, expresivo, claro, para que le entienda todo el mundo, para que sepamos cómo se puede ser juez y sobrevivir a esos duros trances.
    En ocasiones narrando episodios de pura chanza, porque en la vida hay de todo, a menudo con sucesos terribles que dejan un poso de amargura, porque no siempre se pueden resolver los problemas con la ley en la mano; sin olvidar evocaciones personales, historias agridulces, fantasías divertidamente reveladoras (como la del «juez de la horca», que el cine ha hecho imperecedera y que podremos leer en la segunda parte de estas memorias), paradójicas situaciones («El mecanógrafo pensante») que nos hacen descubrir el envés de las sentencias más solemnes. También se nos habla de personajes -testigos y peritos falsos, confidentes o soplones- que son el lado oscuro, y puede que necesario, de la Justicia.
    Miguel Ángel del Arco Torres sabotea el abstruso ritual del lenguaje forense -secreto para los profanos, es decir, para casi todo el mundo, no sea que alguien pueda entenderlo y discutirlo- y, con tacto y una fina sensibilidad, rehúye las moralejas; no quiere teorizar, dejando que los hechos hablen por sí mismos; se sitúa pulcramente al margen de las trifulcas políticas; más que presumir de tener razón, quiere poner al descubierto la verdad de los dramas que ha vivido. No aspira a demostrar nada, la realidad no se demuestra, sólo se hace visible. Para que entendamos.
    La Justicia, así, con mayúscula, se ha representado mil veces en la historia del arte; fijémonos en una de sus alegorías: en la basílica de San Pedro al admirable Bernini se debe el monumento al papa Urbano VIII. El Pontífice, en bronce, levanta la mano derecha para bendecir -quizá también para imponer su autoridad, no se sabe-, a sus pies el sepulcro, del que sale una figura alada de la muerte, y a ambos lados, apoyándose en el sarcófago, en mármol blanco, el Amor (Caritas), la mayor de las virtudes cristianas según san Pablo, y la Justicia, la principal de las virtudes cardinales.
    La Justicia lleva una enorme espada, símbolo de su autoridad y poder, pero no la empuña, la deja descansar sobre el hombro; a diferencia del Amor, que sonríe dando el pecho a un niño, parece pensativa, ensimismada, en lo que alguien ha llamado «un éxtasis de tristeza» que tal vez busca inspiración en las alturas o dentro de sí misma. Un amorcillo juega entre los pliegues de su manto, como podría hacer un niño travieso, porque la vida cotidiana no le puede ser ajena.
    Y desde luego no tiene ninguna venda ante los ojos, es muy posible que lo que haya visto no fuera halagüeño, somos así, no cabe la menor duda, y reflexiona cavilosamente. Antes de echar mano al espadón hay que pensárselo bien y, por qué no, dar testimonio de lo vivido. Señoría, gracias por estas palabras doloridas y exigentes que no sólo hablan de una profesión muy difícil («imposible» la considera Azorín), sino que también retratan la condición humana y nuestras contradicciones

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