En febrero de 1600, tras un proceso inquisitorial que había durado ocho años, Giordano Bruno fue quemado vivo en Roma. Su vida había sido un continuo peregrinar desde que viera la luz, en 1548, en el virreinato de Nápoles. Milán, Ginebra, París, Londres, Oxford, Frankfurt, Praga, Helmstedt y Venecia configuran, además de Nápoles y Roma, su largo viaje en pos de la libertad en medio de una Europa conmocionada por las luchas políticas y religiosas. Bruno no sólo fue el filósofo del espacio infinito y los mundos innumerables, del Uno inefable y la materiaintelecto universal, sino también el abanderado de una filosofía práctica que, con vistas a una metamorfosis de la persona, empleaba como instrumentos el arte de la memoria del Renacimiento y el de Raimundo Lulio, según se destaca en Las sombras de las ideas (De umbris idearum), que es el primero y más innovador de sus tratados mnemónico-lulianos. Cuando en 1582 se lo entregó personalmente a Enrique III, el rey no pudo menos de preguntarle si su memoria «era obtenida por arte mágico», y es que, ciertamente, Las sombras de las ideas es un tratado de carácter mágico-hermético. El autor lo presenta de la mano del dios Hermes, y en él describe un complejo mecanismo de imágenes distribuidas en cinco ruedas concéntricas móviles. Bruno eleva así en el sujeto que pone en práctica su arte de las sombras una arquitectura simbólica e imaginativa y, de ese modo, trata de complementar la lógica de los conceptos con la mnemónica de los afectos, con el fin de potenciar cognoscitiva y moralmente la personalidad del sujeto.