Acabada la catastrófica batalla de Peñarroya, la última y menos conocida de la guerra civil española, dos soldados, uno de cada bando, se quedan solos y mientras cruzan la retaguardia republicana, camino de Madrid, acaban confraternizando y enfrentándose a monstruos y pesadillas que únicamente el clima de la guerra podía generar. De forma original y con el cuidado formal y estilístico habitual en su autor, la novela plantea numerosos homenajes, e incluso parodias, del género bélico y, especialmente, del terrorífico, del que se nos presenta un catálogo de motivos casi completo: vampiros, licántropos, zombis, brujas, fantasmas, momias, demonios y un macabro minué final que combina los elementos del aquelarre con los de la danza de la muerte. Su estructura, que parece entroncar con las novelas de aventuras itinerantes, se desarrolla en escenas que evocan por igual pasajes de Potocki, Nodier, Hoffmann y H.P. Lovecraft que cuadros de Friedrich, Fuseli, Böcklin y El Bosco. Moya, con una mirada original y siempre controvertida, destripa literalmente los fantasmas de la guerra civil española, presentes y latentes, y mediante un final parabólico, que describe paradójicamente la única aventura realista de toda la novela, nos propone el mecanismo del terror, no como género o entretenimiento sensacionalista, sino como experiencia alegórica que nos ayuda a descifrar lo peor del mundo.