La Muerta Enamorada es un delicioso relato, al más puro estilo romántico, donde la realidad y el sueño se confunden, y donde la vida y la muerte se entrelazan, diluyéndose la delgada frontera que, en ocasiones, las separa. Se trata de una de las obras que más evidencia el estilo y el arte de Gautier. En ella el día y la noche, lo real y la ilusión, lo grotesco y lo sutil, la seducción y la repugnancia —plasmadas en un tono enigmático y atrayente, propio del autor— se funden de manera imperceptible para engendrar lo sublime: la belleza.
Ésta es, pues, una novela corta en la que un anciano sacerdote relata su única experiencia con el amor, que vivió en su juventud y que le fue ofrecida por un espectro de la noche, por un «ángel o demonio», dotado de las más excelsas emanaciones de sensualidad, ternura y belleza. Romuald, que hasta entonces había sido un casto y correcto ferviente servidor del Dios, se encuentra, de repente, sumido en una fascinación inexplicable por una pasión siniestra. Y Clarimonde, la vampira de este relato, y la más voluptuosa, inofensiva y atrayente mujer que pueda existir tiene, como la prosa de su creador, una magia perfecta; es la encargada de arrastrar al sacerdote hasta los más profundos y oscuros abismos, en los que la belleza resplandece de forma extraña y fascinante. A lo largo de las páginas de La Muerta Enamorada, Gautier desarrolla uno de los temas más recurrentes de su obra: el sueño; lo que sucede en la vigilia y en el sueño del perturbado sacerdote son siempre acontecimientos absolutamente distintos y contradictorios. La confusión de la existencia del protagonista entre lo real y lo soñado lo arrastran prácticamente a la locura, hasta el punto de no saber si es un generoso sacerdote que cada noche sueña con ser un galán fatuo, un joven libertino, señor de la más hermosa y voluptuosa mujer o si, por el contrario, es el joven que se entrega a los placeres y que sueña que es un mortificado sacerdote.